Salud
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«Se acerca tu muerte» es una frase hecha, cierto, pero también es una realidad palpable, que ves, cuando tienes un caracol avanzando a dos centímetros por segundo hacia ti, sabiendo que su única misión es tocarte y acabar con tu vida. Lo estoy viendo, viene raudo, pero no veloz, hacia acá, veo su mirada de odio –sí, los caracoles pueden odiar y este lo hace; me odia y con razón– y sé que esta vez no podré escapar de él.
¿Les suena raro lo que les cuento? No estoy loco, señorías, no lo estoy; de verdad. Dejo este escrito para quien quiera creerlo y les contaré una historia que es cierta, de pies a cabeza, como que me llamo XXXX. Pero no tengo mucho tiempo, solo unos ocho minutos.
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Hace más de treinta y un años, estando en casa se me propuso un trato absurdo: podía tomar un millón de euros pero un caracol hiperinteligente me perseguiría toda la vida, a dos centímetros por segundo. Me reí, claro, ¿¡cómo no reírte de tamaña majadería!? ¿Quién me lo propuso y por qué? No hace falta decirlo ni saberlo. Fue así.
Le dije que sí, que venga, que quería ver ese dinero… al momento recibí un mensaje del banco: me acababan de transferir un millón de euros; miré a esa persona con cierto estupor, que abrió la mano y me enseñó un caracol, común y corriente… bueno, casi, tenía una mirada de determinación. Lo colocó en el suelo y se marchó –no oí la puerta, miraba el teléfono y miraba al caracol, sin entender nada de nada; pero tampoco había oído cuando entró–. El caracol comenzó a moverse en mi dirección.
Me quedé estupefacto mirando al bicho ese, con unas ganas de patearlo, pisarlo, poner una raya de sal, no sé, algo. Pero no me atreví a nada; tenía miedo que si le tocara ocurriera lo de la muerte súbita. No, por favor, ¡tenía un millón de euros!
Lo primero que hice fue salir pitando de mi piso, ya habría tiempo de gestionar las cosas. Pero no ahí, no en ese momento ni con el dichoso caracol en frente. Busqué otra casa y planifiqué mi mudanza. Me mudaría lejos. La distancia sería más que suficiente.
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Me mudé a Valladolid, puse, así, más de setecientos kilómetros de distancia y pensé que me había librado del bicho ese, pero nada más lejos de la realidad. Cuatrocientos treinta y cuatro días después de la primera vez que había visto a ese caracol, lo volví a ver: estaba allí, en casa, viniendo a toda la velocidad de la que era capaz, sin descanso alguno. En realidad, un caracol a dos centímetros por segundo va casi el doble de rápido que un caracol normal y corriente, y eso se nota. Ahogué un grito y conseguí darle esquinazo –tampoco es tan difícil a esas velocidades–, salí de casa y estuve un tiempo sin volver.
Por supuesto que llamé a exterminadores, me dijeron que nada había. Por supuesto que alguna vez indiqué a alguna persona que matara «ese bicho» por mí, y siempre me contestaron con una negativa que no sabían explicar. Por supuesto, intenté acabar con él por mí mismo, siendo incapaz de ello, me sentía como el Coyote contra el Correcaminos.
Tenía que irme aún más lejos… eso o vivir entre dos puntos, con el temor de encontrármelo en el medio; eso no podía ser.
Ideé un mejor plan: Uyuni. El salar de Uyuni, en concreto. Preparé todo para cambiar nuevamente de vida, cruzaría el océano y me iría, posiblemente, al lugar más cruel con los caracoles del mundo; construiría una casa de sal y reharía mi vida. Me lo planteaba como una vida casi de ensueño, me quería convencer de que así me libraría de la muerte segura: un océano, una selva y un salar de por medio deberían impedir a ese caracol traído por las fuerzas del infierno.
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Pasaron los años y el dinero, bien invertido y mejor repartido, me permitía una vida tranquila en el salar. Mi casa de sal tenía ciertos elementos que causaban comentarios jocosos a mis espaldas, de esas pocas gentes a las que seguía viendo –no me refugié en el ostracismo ni nada de eso–; toda la finca salada era un castillo contra caracoles. Mucho espacio libre desde el pequeño muro y la casa, ubicada en el medio de la parcela de sal.
Cuando andaba por la ciudad de Uyuni o de viaje por ahí –ya digo, no me quedé tampoco recluido– , si veía un caracol, por lo que sea, me quedaba un rato quieto, intentando percibir la dirección en que se movía y a qué velocidad… no, aún no llegaba el mío.
Sí, tenía paranoia. Pero casi todo el tiempo disfrutaba de la vida, para qué engañarles.
Me había mudado a muchos miles de kilómetros y ya, con el tiempo pasado, debía estar el bicho cerca; así fue, un día, cuando llevaba quince años y 24 días en Bolivia, vi cómo atravesaba el extenso patio de sal desprovisto de todo elemento que obstaculizara la vista o sirviera de cobijo. Un caracol, en medio de un salar, se acercaba, a un ritmo mayor que el que debía. Ese era «mi» caracol, sin dudas.
Los años te enseñan muchas cosas, el haberte encontrado ya con el caracol te previene. Podía sentir no solo la determinación del bicho –como las otras veces– si no un odio visceral que emanaba de él. Desde la distancia creía percibir dolor en su pequeño cuerpo y ser, sin dudas, el caracol hiperinteligente podía sentir, pero a la par tenía una determinación a prueba de bombas, como parecía ser él mismo.
Me quedé contemplando su marcha, con cierta despreocupación por mi huida –una casa con cuatro lados tenía cuatro salidas y cuatro vehículos siempre preparados, como digo, paranoia; pero paranoia útil–, prestando atención sobre el bicho y preguntándome cómo demonios seguía con vida, cómo había conseguido pasar por el océano y todo lo demás, ¿¡cómo!?
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Volví a mi casa en Valladolid, eso me daría tiempo de sobra, pensé en su momento, para seguir disfrutando de la vida que había obtenido con el pacto más extraño habido y por haber –voy a reconocer que tuve miedo de encontrarme al caracol en el avión; si era tan listo, con lo que tardé en alistar todo y tomar el vuelo, tal vez se podría haber colado en el vehículo aéreo… pero no fue así–.
A la que fuera mi casa en el salar sabía que no podría volver, según salí de allí, explotó en mil pedazos. No creía que eso iba a detener al caracol, por supuesto, pero era algo que debía intentar y ahí no haría daño a nadie ni a nada.
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Ya llevaba una vida tranquila, con los achaques propios de una edad ya más avanzada, a las puertas de la jubilación, en la ciudad castellana. Los quince años desde la última vez que había visto al caracol se habían cumplido ya, con lo que pronto tendría la visita del bicho hiperinteligente. Estaba preparado y preparando el nuevo gran viaje, ¿tal vez a Australia? ¿Por qué no me había ido antes a Australia? Me daría más de 28 años de tranquilidad. Por el inglés, claro… y porque ahí los fondos no darían mucho de sí… y el calor y mil cosas más.
Como decía, el caracol nunca se fue de mi cabeza, siempre lo tuve ahí y seguía pensando en él, más cuando se acercaba la fecha del encuentro –¿que por qué no estaba en constante movimiento?; soy un ser sedentario con recursos amplios pero limitados y, además, necesitaba poder calcular los tiempos, estar moviéndome mucho dificultaría el cálculo más de lo necesario–, pero ya era parte de mi vida y había aprendido a mencionarlo solo en tono de broma –mucho sufría al ser tachado de loco–.
Todo lo tenía preparado para irme, llamé al taxi para que me dejara en la estación de tren y abandonar, nuevamente, la ciudad castellano; siempre temí que un accidente me mandara a una camilla de la que no pudiera huir, pero nunca imaginé que me secuestrarían. ¡Horror!
El taxista cerró los pestillos y mostró un arma, pensé que era un simple robo hasta que me llevó a una finca a unos pocos kilómetros al suroeste; el taxista me pedía perdón todo el tiempo, farfullaba algo ininteligible sobre una obligación, un pacto, aún no entendía nada. Un sujeto me sacó del coche y, a rastras, me llevó hasta un pequeño granero donde estaban dibujadas una serie de rayas, a un metro una de otra con relación a la puerta; me ató las piernas y me dejó con una mano incómodamente encadenada contra la pared, a algo más de diez rayas de la puerta…
Me tiró un cuaderno y un lápiz, dijo algo como «me han dicho que te inste a contar tu historia, no sé a qué se refiere, pero aquí tienes», mientras se iba como si hubiese atendido a un cliente que le pedía un par de caramelos, el tema no iba con él.
Veo al caracol acercándose, con odio, rabia, determinación y mil cosas más en su pequeño rostro. Yo tenía un plan, fue un gran plan ejecutado casi hasta el final, pero por lo visto él también tuvo un plan… no me queda más que resignarme a un destino que se escribió hace más de seis lustros… y, creo, aquí acaba mi escrito, no queda tiempo
par--------------
Perdón y hasta luego